Los sábados no se sentían especiales. Comenzaban con el éxtasis de la anticipación, continuaban con la incertidumbre de las posibilidades, y terminaban con la áspera inexistencia de acontecimientos.
Ese sábado prometía ser uno más. Irene se levantó con una alarma que sonó a las 9:35 y por un segundo pretendió que todo iba a ser diferente. Que por alguna razón iba a ser especial.
Le duró poco; salió de la cama, tomó un sorbo de agua de la botella que siempre dejaba sobre su mesa de luz, y procedió a buscar la caja de cigarros y el encendedor.
Qué dichosa sería la vista de aquel peatón que pasara por la calle de enfrente al ventanal y viera a aquella mujer de casi treinta desnuda de la cintura para abajo, con una remera negra que le sombreaba en la esbelta figura, y un cigarrillo afortunado que lamía sus labios como un amante celoso.
Le gustaba que la miraran. Le gustaba que vieran su desfachatez y se sintieran intimidados por su comodidad indecente. Le gustaba ser, y que fueran los demás los que veían porque ella estaba demasiado ocupada desempeñando un papel más importante.
Terminó el cigarro, tiró la colilla por la ventana abierta y le dio la espalda a la ventana, casi que deseando que alguien viera sus nalgas perfectas.
Se lavó la cara con una de esas cremas exfoliantes que prometen maravillas y se dispuso a hacerse el desayuno mientras pasaban los 10 minutos para que hiciera efecto ese fango milagroso que ahora tenía en el rostro.
Café, agua caliente para la cafetera italiana, taza limpia: música. Los sábados eran el día perfecto para darle un uso al tocadiscos empolvado que tenía en el living.
Chopin: no, Beethoven: no, Hits italianos de los años 70’: no. Coltrane, sí, Coltrane y su tren azul.
Puso a calentar agua en la pava para hacer el café y cuando pasaron unos escasos minutos vertió el agua en la cafetera Italiana, agregó el café de Etiopía que había comprado a un precio disparatado y prendió una de las hornallas medianas. Se acordó del fango milagroso.
Estaba terminando de secarse la cara con una toalla manchada de rimmel cuando sintió el ruido mágico que anunciaba la inminente llegada de la cafeína a sus venas.
Tener una taza de café caliente recién hecho entre sus manos mientras sentía la brisa primaveral que entraba desde el balcón entre sus piernas desnudas era refrescante. Era excitante: probablemente lo más excitante que tendría su día.
Hoy no iba a hacer esfuerzos, no iba a intentar idear un plan novedoso que llenara de sorpresas las horas paupérrimas que le quedaban al fin de semana.
Se tiró en el sillón, agarró el libro que estaba sobre la mesa ratona y continuó leyendo donde lo había dejado: estaba justo en la parte donde Tolstoi se vuelve tan denso que ni la Guerra ni La Paz parecían diferentes, ni tampoco sus palabras de lo que un día pensaría que era la existencia. A Tolstoi había que leerlo desnudo, pensó. ¿Cuántos libros habrá que se disfruten más si se leen estando desnudo? Se le ocurrían unos cuantos: La insoportable levedad del ser no podía faltar, los trópicos de Miller, las penetraciones de Foucault, Whitman y sus hierbas cochinas y hermosas, los relatos de Bataille y las poesías de Marossa Di Giorgio.
Y el principito, no te olvides del Principito- se dijo.
El Principito SOLO se podía leer desnudo, pensó. Inconsciente y abierto a la posibilidad de no entender nada en el mundo más que la incertidumbre, tal y como Lipovesky la hacía sentir.
Pasó algo así como dos horas en la misma posición obscena y liberadora en la que estaba mientras leía Guerra y Paz. El disco de Coltrane ya había llegado a su fin y solo se escuchaba el traqueteo de la aguja pegando en la nada.
Solo se dio cuenta cuando una vibración en su espalda la sacó del ensimismamiento que le causaba Tolstoi cuando lo leía semidesnuda después de un cigarro y un café: solo después de un cigarro y un café.
Desenterró su celular del hueco en el que había quedado escondido entre su médula y el sofá. Un mensaje, un mensaje de su amiga Patricia preguntando si quería salir a tomar algo hoy: tenía que contarle los más recientes acontecimientos en su trabajo y el último polvo que se había tirado con el brasileño que conoció en la oficina.
Se quedó mirando el chat abierto por unos minutos, ausente o presente en otra existencia que no era la que ahora la encontraba tirada en el sillón.
Cuando volvió en sí sintió algo muy parecido al desgano, a la nada, al vacío. No respondió.
Terminó otros dos capítulos de Guerra y Paz y cayó en la cuenta de que tenía que ir al baño. Se llevó el celular.
Sentada en el water meditó la posibilidad de complacer los requerimientos de Patricia. Por otro lado, la posibilidad de no ver seres humanos ese día y permanecer desnuda en su casa resultaba deliciosa.
Llegó otro mensaje. Ok- pensó. Salgo un rato, tomo unas copas y vuelvo. Miró la hora en el celular: 18 hs.
¿Cuándo había pasado tanto tiempo? Y lo más preocupante: ¿cómo había estado casi todo el día sin ir al baño? A veces se sorprendía de su capacidad de abstracción, o como su madre solía decirle: su capacidad de anular todo estímulo porque su terquedad era más fuerte.
Su amiga no se mostró particularmente alegre de recibir una respuesta casi 5 horas después de haber mandado el mensaje, pero Irene sospechaba que no tenía otros planes, así que cualquier resabio de enojo se volvería invisible al primer sorbo de vino.
A eso de las 20 hs Irene se estaba secando con la toalla sucia de rimmel después de una ducha larga y caliente. Fue hasta su ropero y hojeó entre el repertorio de excelentes decisiones estéticas que había tomado. Escogió EL vestido rojo. Ese vestido corto, con la espalda abierta y una terminación maravillosamente justa que resaltaba peligrosamente su cuerpo delgado. Cuando se terminó de subir las medias de nailon y calzó los tacos negros en sus pies, se vio al espejo y se dio cuenta.
Se dio cuenta que hoy tenía ganas de mentir. Si no era mentir, ocultar, si no era ocultar, pretender. Y si no era pretender, ¿qué haría? ¿Qué estaba cerca de la máscara de pretensión pero lejos del precipicio del vacío?
Verse le causó una inconfundible sensación de placer, de peligro, de poder.
Eran casi las 21:30 cuando la moza trajo la botella de vino Tannat que pidieron con su amiga, y unas papas rústicas en gajos: definición poética que enmascara unos papines con cáscara cortados en cuatro.
El trabajo era un asco: su jefe era condescendiente, los proyectos en los que trabajaba no la motivaban, y sus compañeros de equipo parecían estúpidos. Ah, y el brasileño de la oficina no cogía muy bien. No era por el tamaño, la tenía gruesa y era estándar en longitud, pero parecía un idiota cuando se trataba de la previa.
– Me la trató de meter en dos segundos – dijo Patricia – No estaba ni mojada. Por un momento pensé que iba a necesitar un mapa para encontrar las cosas. Pensé que los brasileños andaban bien.
Siempre le pareció extraño la diferenciación de habilidades sexuales por países. Que los latinos son intensos, que los Argentinos te dan con todo, que los alemanes son medio duros, y que a los yankees les calienta que les hables en español.
Debía admitir que algunas de esas predicciones idiotas se cumplieron para ella, pero dudaba severamente que fuera algo universal. Se inclinaba más por pensar que esas ideas se meten en la cabeza y después nos auto convencemos de las vivencias. Además, su mejor polvo fue con un español: le encanta destruir las teorías de las masas.
Las papas eran una decepción, pero El vino era una seda. Unas cosquillas mojadas a su lengua caprichosa.
Dividió las últimas gotas del Tannat entre las dos copas y escuchó pacientemente mientras Patricia describía con lujo de detalles la obscena diferencia y desproporción que el brasileño tenía entre el tamaño de los testículos y el pene. No quiso indagar en el tema: ella quería dibujarlo en una servilleta.
Apartó sus ojos ligeramente y capté algo: unos ojos verdes en la distancia que se clavaron en sus pupilas como un dardo ansioso. Lo sentía: sentía el efecto glorioso que simulaba el de un relajante muscular particularmente fuerte que se adueñaba de sus miembros. Conocía esa sensación, el ensimismamiento, la abstracción, la huída del presente y la posibilidad de mirar su cuerpo desde afuera.
De pronto le pareció que los ojos verdes estaban cada vez más cerca, hasta que de repente quedaron casi encima suyo. Se obligó a volver a tierra, y vio a Patricia hablar con dos hombres, uno rubio, y otro morocho: morocho de ojos verdes. Parecían conocerla, pero como siempre, le costaba un poco salir de esos estados de ensoñación, por lo que demoró en entender lo que estaba sucediendo.
Eran Pedro y Camilo – dijo Patricia. Pedro era un ex compañero de trabajo de su amiga – que para su pesar tenía pareja y no tenía intención de meterse con o en ella- y Camilo, un amigo del susodicho.
Pedro comentó que se estaban por ir a una fiesta en lo de unos amigos – amigos que Patricia también conocía – e insistió en que los acompañáramos.
Patricia dudó por algo así como un mili segundo. Irene, por su parte, demoró unos buenos instantes en convocar el sentimiento más sincero que había tenido en toda esa jornada: el sentimiento que le decía que hoy tenía ganas de mentir, de ocultar, de pretender, se ser y no ser, de ver hasta dónde era posible aislarse del mundo sin irse del cuerpo.
Este tal Camilo era el típico hombre objetivamente atractivo: morocho, ojos verdes, alto, atlético y con lo que el tipo de mujer que objetiviza el trasero diría un “buen culo”. Pero no era eso lo que le llamaba la atención. Era el hambre: el hambre asquerosamente desesperada con la que la miraba, la ansiedad intensa con la que trataba de meterse en Irene mientras hacían silencio o mientras hablaban de cuáles eran sus trabajos y por qué hacían lo que hacían.
Esas charlas de a cuatro siempre la ponían incómoda. Prefería algo más íntimo: que la escuchen. A ella. Escuchar, a otro.
Fueron caminando hasta el lugar donde era la fiesta. Algo así como 15 cuadras. Hablaron del trabajo de Patricia, del nuevo trabajo de Pedro, de qué hacía Camilo y de cuál era su profesión. Había cosas de Patricia que Irene soportaba, pero algo que adoraba de ella era que sabía cuándo y cómo decir ciertas cosas, sin siquiera necesidad de una seña secreta.
Camilo parecía seguro de sí mismo, caminaba derecho, se reía, hablaba con certeza de sí mismo y no tenía problema alguno en contestar las preguntas des-ubicadas de Patricia. Cada tanto, cuando respondía alguna de las idioteces de Patricia miraba a Irene de reojo, suponía que buscando que fuera su cómplice- o tal vez su próxima víctima.
Llegaron a la fiesta: un tal Peter se recibía y parece que quería festejarlo a lo grande. Ni Pedro ni Camino ni Patricia ni Irene conocían al Peter en cuestión: el ingrediente perfecto para una gran fiesta.
Entraron y casi como por arte de magia tenían un vaso en la mano. Mientras mojaba sus labios con el alcohol sospechosamente barato sentía una especie de calor corporal invisible que emanaba de Camilo cuando la rozaba con supuesta torpeza.
Bailaron, le contó sobre su ex pareja y lo «controladora» que era. Le dijo que le encantaba mirarla. La apretó contra su pecho: lo sintió ligeramente duro. Se ausentó de nuevo. Volvió a su lugar de abstracción, pero había algo diferente: ahora era tan dulce, tan sucio, tan imperfecto.
Se arrastramos, lo arrastró, la arrastró al único baño de la casona vieja. Se metimos y trancaron la puerta. Le mordió el cuello, se mojó enseguida. La apretó fuerte contra él, y la exquisita erección que tenía le tocó la ropa. Le levantó el vestido, le bajó las medias y la ropa interior en algo así como dos segundos, ella le desabrochó el cinto y le sacó el pantalón con una rapidez impensada – considerando su extraña torpeza con los pantalones masculinos-.
Metió sus manos por dentro de su camisa y lo arañó con una determinación solo comparable con los estúpidos decibeles de la música que sonaba fuera del cubículo. Le comió cada centímetro del cuerpo, y entró tan hondo que por un segundo que Irene no sintió la diferencia entre su cuerpo y él de ella: solo el calor, el calor que emanaba de ese miembro caliente que le agitaba las piernas. Era rico, particularmente delicioso. Sentirlo bajando por la garganta mientras volvía y se iba de este mundo: seguía ausente y presente al mismo tiempo.
Tocaron la puerta del baño entre tres y cuatro veces. Cuando ella se agitó desesperadamente y saboreó la exquisita llegada del climax, él se aflojó: ahora sí podía llegar. No terminaron juntos: eso solo pasa en las películas. Pero la lleno de él y ella lo llenó de Irene.
Se vistió. Se lavó la boca. Camilo también. Salieron. Irene buscó a Patricia y tomaron una copa de vino sin decir nada. Le dijo que estaba cansada, su amiga le dijo dijo que ella también.
Cuando Irene llegó a su casa todo estaba en silencio. Entró despacio y se deshizo de los zapatos en el living. Puso lo que llevaba puesto en el canasto de la ropa sucia y se metió en la cama. Estiró su brazo y tocó el pecho de Gastón. La abrazó y puso su cola rozando su miembro: le gustaba dormir así.
Cerró los ojos y la abrazó una certeza: los sábados no se sentían especiales. Comenzaban con el éxtasis de la anticipación, continuaban con la incertidumbre de las posibilidades, y terminaban con la áspera inexistencia de acontecimientos.